viernes, 8 de julio de 2011

A propósito de una consulta!

Una inquietud que muchos tienen, que talvez con este comentario, pueda ser que entiendan...

Hoy me despertó el sonido de mi celular y cuando observo es un cliente, al descolgarlo me pregunta:

Licenciada me pasó el siguiente caso y quiero que me dé su opinión: Una compañía de las que ofrecen servicios de teléfonos ingresó mi nombre en DataCrédito (Bureau de información crediticia), por una supuesta deuda de nada mas y nada menos que de RD49,000.00 en el año 2006.

Pero no es hasta hoy que me entero de esto, y cuando me comunico con ellos, ellos dicen que van a averiguar, y efectivamente me reconocen que dicha deuda no es mía, que ellos procederán a remitirme una carta de que realmente no les debo nada, y que se iniciará el proceso de eliminarme del bureau (lo cual por demás tarda unos 6 meses).

Qué cree de ésto? Se puede demandar por eso?

A lo que le respondí: Qué daño le provocó estar en DataCrédito durante 5 años por una deuda que no era suya?

El me respondió: Ninguno.

Pues le digo que SI NO HAY DAÑO, NO HAY RESPONSABILIDAD. Y por ende no se puede demandar porque no hay causa para lo mismo.

Es preciso recordar que si no hay daño, no hay nada que demandar.


Espero hayan comprendido.

Saludos....



martes, 12 de abril de 2011

Sobre el Caso Madbury vs Madison

Revista Electrónica – www.iuscontpublicum.com.ar

WILLIAM MARBURY v.s JAMES MADISON

(Febrero 1803)

En diciembre de 1801, William Marbury, Dennis Ramsay, Robert Townsend Hooe, y William Harper, a través de su abogado solicitaron al Tribunal que ordenara a James Madison, Secretario de Estado de los Estados Unidos, manifestar las causas por las cuales el Tribunal debería abstenerse de exigirle la entrega de los nombramientos a los demandantes donde se los designaba jueces de paz del Distrito de Columbia. Esta petición se apoyó en testimonios de los siguientes hechos: que el señor Madison estaba enterado de esta petición y que el señor Adams, ex presidente de los Estados Unidos, elevó al Senado las nominaciones de los candidatos para ser designados en tales cargos; que el Senado aconsejó y consintió estas designaciones; que las correspondientes designaciones formales nombrándolos jueces fueron firmadas por el presidente y, finalmente, que el Secretario de Estado procedió a estampar en tales designaciones el sello de los Estados Unidos, según la forma requerida; que los solicitantes habían solicitado al señor Madison les entregara tales nombramientos, a lo que no accedió, reteniendo las citadas designaciones; que los demandantes solicitaron al Señor Madison, como Secretario de Estado de los E.E.U.U., que les informase sobre si las designaciones habían sido firmadas y selladas como correspondía; que no se ha proporcionado ninguna respuesta explícita y satisfactoria a tal requerimiento, ni por el Secretario de Estado ni por ningún otro Departamento del Estado; que se solicitó al Secretario del Senado certificación de los nombramientos de los demandantes, siendo ésta igualmente denegada; después de todo lo cual, el cuarto día del presente período tuvo lugar el correspondiente fallo.

El Sr. Jacob Wagner y el Sr. Daniel Brent, citados a comparecer ante el Tribunal en calidad de testigos, se opusieron a prestar juramento, alegando que eran empleados en el Departamento de Estado, y que no estaban obligados a revelar asuntos concernientes a los negocios o transacciones del Departamento. El Tribunal ordenó que se tomara juramento a los testigos, y que sus respuestas constaran por escrito, pero les informó que cuando se les plantearan las correspondientes cuestiones, podrían exponer las objeciones que tuvieran para cada una en particular, si es que había alguna.

Se citó también en calidad de testigo al Sr. Lincoln, que había desempeñado el cargo de Secretario de Estado cuando tuvieron lugar las circunstancias previamente narradas. Éste se negó a responder, quedando las preguntas recogidas por escrito. El Tribunal adujo que no se solicitaba la revelación de ningún extremo confidencial. Que si tal fuera el caso, no estaría obligado a responder, y que si consideraba que alguno de los extremos que conocía le habían sido revelados confidencialmente, tampoco tenía obligación de responder, de igual manera que no estaba obligado a declarar contra sí mismo.

Las cuestiones sometidas a la deliberación del Tribunal eran las siguientes:

1.- Si el Tribunal Supremo podía conceder el mandamiento judicial en cualquier caso.
2.- Si procedería respecto del Secretario de Estado, en su caso.
3.- Si el Tribunal podía dirigir el mandamiento judicial al Secretario de Estado James Madison, en el presente pleito.

Debía procederse a llamar a los empleados del Departamento de Estado de los Estados Unidos, a fin de que testificaran sobre aquellas actuaciones en el Departamento que no tuviesen un carácter confidencial. No podía llamarse al Secretario de Estado para comparecer en calidad de testigo respecto de actuaciones estatales que hubiesen tenido lugar en su Departamento y que tuviesen una naturaleza confidencial. Ello no obstante, podía
exigírsele testimonio en relación con extremos que careciesen de tal carácter.

Se tomaría juramento a los empleados del Departamento de Estado, sujeto a las objeciones que expusieran respecto a preguntas concernientes a asuntos confidenciales.

Debe señalarse el término en el cual cesa el poder del Ejecutivo sobre un empleado no removible a voluntad. Ese término debe fijarse en el momento de ejercerse el poder constitucional de designación. Y se ha ejercido este poder una vez que su titular ha perfeccionado el último acto requerido. Tal acto es la firma de la designación.

Si se requiere el acto de entrega para dar validez al nombramiento de un empleado, se considera realizado cuando se legalice (executed) y se remita al Secretario de Estado a fin de que lo selle, registre y transmita al interesado.

En los supuestos de designación de empleados públicos, la ley ordena que el Secretario de Estado proceda a su registro. Por consiguiente, una vez está firmado y sellado el nombramiento, existe la obligación de registrarlo; y tanto si se inscribe en el Libro, como si no se hace, queda registrado. Cuando los jefes de los Departamentos del Gobierno son los empleados políticos o confidenciales del Ejecutivo, encargados tan solo de ejecutar la voluntad del Presidente o, más bien, actuar en los supuestos en los que el Ejecutivo posee un ámbito de poder discrecional derivado de la Constitución o de la Ley, resulta totalmente evidente que sus actos sólo pueden examinarse políticamente. Pero cuando la ley impone un deber específico, y existen derechos individuales quedependen de la realización de ese deber, es igualmente incuestionable que los sujetos que se consideren perjudicados tienen derecho a acudir a las leyes de su Estado para remediarlo. El Presidente de los Estados Unidos, al firmar la designación nombró al Sr. Marbury juez de paz del Estado de Washington, en el Distrito de Columbia; y el sello de los Estados Unidos estampado por el Secretario de Estado es prueba irrefutable de la veracidad de la firma y de la realización de la designación; y ésta confiere un derecho al cargo por espacio de cinco años. Existiendo este derecho legal al cargo, tiene, por consiguiente, derecho al nombramiento; la negativa a expedirlo constituye una evidente violación de tal derecho, contra la cual las leyes del Estado le amparan.

Para que un mandamiento judicial pueda considerarse como un remedio adecuado es preciso que se dirija al empleado oportuno, de conformidad con los principios legales; y la persona que apela por dicho mandamiento debe carecer de otros remedios legales.

En los supuestos en que se ha expedido, firmado y sellado un nombramiento para un cargo público y se ha privado del mismo a la persona designada, no puede considerarse como un remedio adecuado el ejercicio de una acción de detinue contra el Secretario de Estado que rehúsa a su entrega, ya que el juicio de detinue tiene por objeto la cosa en sí misma o su valor. El valor de un cargo público no puede evaluarse. Se trata de un caso claro para un mandamiento judicial para que se entregue el nombramiento o una copia de su registro. Para que el Tribunal sea competente para expedir un mandamiento compeliendo al Secretario de Estado a que haga entrega del nombramiento de un cargo público, debe ponerse de manifiesto que se está ejerciendo jurisdicción apelativa, o que es necesario, para su expedición, ejercer dicha jurisdicción apelativa.

Es un criterio esencial de la jurisdicción apelativa que la misma revise y corrija procesos en causas ya instruidas, y no que sustancie ella misma la causa. La autoridad que la Ley reguladora del sistema judicial de los Estados Unidos otorga al Tribunal Supremo para expedir mandamientos relativos a cargos públicos no se halla garantizada en la Constitución.

Es un deber indiscutible del departamento judicial determinar lo que es la ley. Quienes aplican la norma en supuestos particulares deben, necesariamente, explicarla e interpretarla. Si dos leyes se hallan en conflicto, el Tribunal ha de decidir cuál de ambas aplicar. Si los Tribunales han de guardar la Constitución, y ésta es superior a cualquier ley ordinaria del Legislativo, la Constitución, y no tal ley ordinaria, debe ser la norma que decida el caso para el que ambas sean aplicables.

El Juez Marshall pronunció la opinión del Tribunal.

Durante el último período, de conformidad con las declaraciones leídas y presentadas por el Secretario, se expidió una orden solicitando al Secretario de Estado que expusiera los motivos por los cuales se le denegaba a William Marbury  la entrega de su designación como juez de paz del Condado de Washington, Distrito de Columbia.

No se han dado razones de tal proceder y, ahora, la petición se dirige a obtener del Tribunal un mandamiento que haga efectiva la entrega de dichos nombramientos.

Lo particularmente delicado de este caso, la novedad de algunas de sus circunstancias, y la verdadera dificultad que encierran los puntos contenidos en el mismo, requieren una exposición completa de los principios en que se funda la opinión que manifestará este Tribunal.

Según el orden seguido en el análisis del caso, el Tribunal ha considerado y decidido las siguientes cuestiones:

1.- ¿Tiene el solicitante derecho al nombramiento que demanda?
2.- Si lo tiene, y ese derecho ha sido violado, ¿le confieren las leyes del Estado un remedio?
3.- Si otorgan un remedio ¿se trata de un mandamiento que corresponda a este Tribunal emitir?

La primera cuestión es:
1.- ¿Tiene el solicitante derecho al nombramiento que demanda?

Su derecho nace de una ley del Congreso aprobada en febrero de 1801, relativo al Distrito de Columbia. Después de dividir el Distrito en dos Estados, la sección decimoprimero de esta ley establece que “el Presidente de los Estados Unidos designará cada cierto tiempo, en y por cada uno de los citados Estados, el número de personas distinguidas que considere oportuno, a fin de que desempeñen el cargo de jueces de paz durante un período de cinco años”.

Se deduce de las declaraciones, que, en cumplimiento de esta ley, el entonces Presidente de los Estados Unidos, John Adams, firmó el nombramiento de William Marbury como juez de paz para el Estado de Washington, fijándose a continuación el sello de los Estados Unidos; sin embargo, tal nombramiento nunca llegó al poder del designado.

Para determinar si tiene derecho a este nombramiento, es preciso preguntarse si ha sido designado para tal cargo. Si es así, la ley le otorga el cargo durante cinco años y tiene derecho a todas aquellas pruebas de su posesión del cargo. La segunda sección del artículo segundo de la Constitución establece que “el Presidente nombrará, con el consejo y consentimiento del Senado, embajadores, otros ministros públicos y consejeros, y cualquier otro cargo de los Estados Unidos para el cual no se prevea otro procedimiento de designación”.

La tercera sección declara que “nombrará a todos los empleados de los Estados Unidos”.

Una ley del Congreso ordena al Secretario de Estado a mantener el sello de los Estados Unidos “extender y registrar, y fijar el citado sello a todos los nombramientos de empleados civiles de los Estados Unidos que sean designados por el Presidente en exclusiva o con el consentimiento del Senado; el mencionado sello no será estampado en ningún nombramiento hasta que el mismo no sea firmado por el Presidente de los Estados Unidos”.

Estas son las cláusulas de la Constitución y leyes de los Estados Unidos aplicables a esta parte del caso. Parecen contemplar tres operaciones distintas:

1.- La nominación (nomination). Este es un acto exclusivo del Presidente, completamente voluntario.
2.- La designación (appointment). Se trata también de un acto voluntario del Presidente, aunque en este caso puede perfeccionarse únicamente con el consejo y consentimiento del Senado.
3.- El nombramiento (commission). En algunas ocasiones, puede juzgarse como una obligación impuesta por la Constitución el expedir un nombramiento a la persona designada. Los actos de designar para un cargo y nombrar a la persona designada, difícilmente pueden considerarse como el mismo acto, toda vez que se hallan
establecidos en dos secciones separadas y distintas de la Constitución. La distinción entre la designación y el nombramiento resultará más clara si se acude a la previsión de la sección segunda del artículo segundo de la Constitución, que autoriza al Congreso “por medio de ley, a confiar el nombramiento de los funcionarios inferiores que considere convenientes al Presidente, a los tribunales de Justicia o a los jefes de los departamentos”. De esta manera, se contemplan casos en los que la ley puede obligar al Presidente a nombrar a un empleado designado por los Tribunales o por los jefes de Departamentos. En tal caso, la emisión del nombramiento será claramente un deber distinto de la designación, a cuyo cumplimiento quizás no puede rehusar legalmente. Aun cuando esa cláusula de la Constitución que obliga al Presidente a nombrar a todos los empleados de los Estados Unidos no ha sido nunca aplicada a los empleados designados por otras instancias, sería difícil negar que el Poder Legislativo pudiera aplicarlo en estos casos. En consecuencia, la distinción constitucional entre la designación de un cargo y el nombramiento de un empleado que ha sido designado se mantiene intacta como si en la práctica el presidente hubiese nombrado a empleados designados por otra autoridad.  Se sigue también, de la presencia de tal distinción que si una designación tuviera que evidenciarse por cualquier acto público distinto de un nombramiento, este acto crearía el empleado; y si no fuera removible a voluntad del Presidente, o bien tendría un derecho a su nombramiento, o estaría habilitado para ejercer sus obligaciones sin el mismo.

Estas observaciones se introducen a los solos efectos de hacer más inteligible aquellas que se aplicarán de forma más directa al caso que se está tratando. En este caso se trata de una designación realizada por el Presidente con el consejo y consentimiento del Senado, y que no se manifiesta a través de acto alguno de nombramiento. En tal caso, por consiguiente, nombramiento y designación parecen inseparables, siendo casi imposible mostrar una designación de forma distinta que probando la existencia de un nombramiento: aun cuando el nombramiento no es necesariamente la designación, es una evidencia concluyente de la misma.

Pero ¿a dónde lleva esta evidencia concluyente? La respuesta a esta pregunta parece obvia. Siendo la designación un acto exclusivo del Presidente se evidencia de forma completa cuando se demuestra que ha llevado a cabo todos aquellos actos que le correspondían. El nombramiento, en vez de ser evidencia de la designación, debería incluso considerarse como constitutivo de la propia designación; se hallaría realizado una vez que hubiera tenido lugar el último acto debido del Presidente o, en última instancia, cuando el nombramiento se hubiese completado. El último acto que debe llevar a cabo el Presidente es la firma del nombramiento. Entonces ha actuado su nominación de conformidad con el consejo y consentimiento del Senado. El tiempo para deliberar ha pasado. Ha decidido. Ha efectuado su juicio, con el consejo y consentimiento del Senado concurriendo con su nominación, y el empleado ha sido designado. Esta designación se evidencia por un acto abierto e inequívoco, y siendo el último acto requerido para la persona competente, excluye de forma necesaria de su ser, por lo que respecta a la designación, la idea de una operación imperfecta e incompleta. Debe señalarse el término en el cual cesa el poder del Ejecutivo sobre un empleado no removible a voluntad. Ese término debe fijarse en el momento de ejercerse el poder constitucional de designación. Y se ha ejercido este poder una vez que su titular ha perfeccionado el último acto requerido. Tal acto es la firma de la designación. Esta idea parece que ha prevalecido con el Legislativo, cuando se convirtió por ley el Departamento de Asuntos Extranjeros, incluyéndolo dentro del Departamento de Estado. Conforme a tal ley se establece que el Secretario de Estado debe mantener el sello de los Estados Unidos “y extender y registrar, y fijar el citado sello a todos los nombramientos de empleados civiles de los Estados Unidos que sean designados por el Presidente en exclusiva o con el consentimiento del Senado; el mencionado sello no será estampado en ningún nombramiento hasta que el mismo no sea firmado por el Presidente de los Estados Unidos; ni tampoco en ningún otro instrumento o acto, sin la garantía especial del mismo Presidente”.

La firma es una garantía para fijar el gran sello al nombramiento; y el gran sello sólo se estampa en un instrumento que se halle perfeccionado. Atestigua, mediante un acto de notoriedad pública, la autenticidad de la firma presidencial. Nunca puede estamparse el sello hasta que el nombramiento haya sido firmado, porque la firma, que otorga fuerza y efectividad al nombramiento, es la evidencia concluyente de que se ha realizado la designación. Una vez firmado el nombramiento, el deber subsiguiente del Secretario de Estado se establece por ley, y no puede dirigirse por la voluntad del Presidente. Se trata del deber de fijar el sello de los Estados Unidos en el nombramiento, y proceder a su registro. Este no es un procedimiento que pueda alterarse y sustituirse por otro que el Ejecutivo considere más adecuado, sino que se trata de un procedimiento fijado de forma precisa por la ley, y así ha de observarse estrictamente. Es deber del Secretario de Estado actuar conforme a la ley, y en este sentido es un empleado de los Estados Unidos, obligado a obedecer las leyes. Actúa, en este respecto, como ha sido fijado con precisión por el Tribunal, bajo la autoridad de la ley, y no según las instrucciones del Presidente. Se trata de un acto ministerial que la ley impone a un empleado en particular y sobre un asunto particular. Si se considerase que la solemnidad de estampar el sello es necesaria no sólo para la validez del nombramiento, sino también para el perfeccionamiento de la designación, con todo, cuando se fijase el sello la designación se habría efectuado y el nombramiento sería válido. La ley no impone ningún otro requisito; ningún otro acto ha de verificarse por parte del Gobierno. Todo lo que el Ejecutivo puede hacer para investir a una persona con un cargo público ya se ha realizado; y a menos que la designación se efectúe, el Ejecutivo no puede hacer otra cosa. Después de indagar con esmero razones que pudieran sustentar una opinión contraria a la aquí expuesta, ninguna parece suficientemente consistente. Todas las razones posibles, hasta donde la imaginación del Tribunal podía sugerir, se examinaron cuidadosamente, y después de sopesarlas teniendo en cuenta todo el alcance que pudieran tener, nada motivó un cambio en la opinión que se había formado. Una vez considerada esta cuestión, se ha conjeturado que el nombramiento puede asimilarse a una escritura (deed) para cuya validez resulta esencial su entrega. Esta idea se funda en la suposición de que el nombramiento no es tan solo evidencia de la designación, sino que es ella misma la designación actual; una suposición que no puede cuestionarse de ninguna manera. Pero, con el propósito de examinar esta objeción plenamente, debe concederse que el principio que se demanda para su apoyo se halla establecido. Conforme la Constitución, la designación debe realizarse por el Presidente personalmente y del mismo modo debe realizarse la entrega de la escritura, si es preciso para su perfeccionamiento. No es necesario que la entrega se efectúe personalmente al destinatario del cargo: nunca se hace así. La ley contempla que se hace al Secretario de Estado, toda vez que le obliga a fijar el sello en el nombramiento una vez haya sido firmado por el Presidente. Si fuera necesario el acto de entrega para dar validez al nombramiento, éste se ha verificado una vez legitimado y entregado al Secretario a fin de su sellado, registro y transmisión a la parte interesada. Pero en todos los casos de cartas de patente la ley exige ciertas solemnidades que constituyen evidencias de la validez del instrumento. Una entrega formal a la persona no se encuentra entre las mismas. En los supuestos de nombramientos, la firma manuscrita del Presidente, y el sello de los Estados Unidos son las formalidades requeridas. Esta objeción, por consiguiente, no afecta al caso.

También es posible, apenas posible, que la transmisión del nombramiento y la subsiguiente aceptación se prevean como necesarios para completar el derecho del querellante. La transmisión de los nombramientos es una práctica estatuida por convención, pero no por ley. Por consiguiente, no puede ser necesaria para constituir la designación que debe precederla y que es el mero acto del Presidente. Si el Ejecutivo requiriese que cada persona designada para un cargo, tuviese que adoptar las medidas precisas para procurar su nombramiento la designación no sería menos válida por este motivo. La designación es el acto exclusivo del Presidente, la transmisión del nombramiento es el acto exclusivo del empleado a quien se asigna la obligación, y puede ser cumplido con prontitud o retardado por circunstancias que carecen de influencia sobre la designación. Un nombramiento se transmite a una persona ya designada, no a una persona que puede o no ser designada; así como la carta que contiene el nombramiento puede suceder que llegue a la Oficina Postal y alcance a su destinatario o, por el contrario, que se extravíe. Puede tener alguna importancia elucidar este punto, para inquirir si la posesión del nombramiento original es necesidad indispensable para autorizar a una persona designada para un cargo, a que desempeñe los deberes anejos al mismo. Si fuera necesario, entonces, una pérdida del nombramiento acarrearía la pérdida del cargo. No sólo negligencia, sino accidente o fraude, fuego o hurto, privarían a un sujeto de su cargo. En tal caso, presumo que no podría dudarse de que una copia del registro del cargo del Secretario de Estado sería, a todos los efectos, igual que el original. La ley del Congreso lo ha determinado así de forma expresa. Para dar validez a una copia, no resulta necesario probar que el original ha sido envidado y posteriormente se ha perdido. La copia constituye la evidencia completa de que el original existió, y que la designación se ha efectuado, pero no de que el original se ha remitido. Si efectivamente debiera probarse que el original se ha extraviado en la Oficina del Estado, esta circunstancia para nada afectaría a la operatividad de la copia. Cuando se han cumplimentado todos los requisitos que habilitan a un empleado del Registro a registrar un instrumento cualquiera, y la orden para ello se ha dictado, el instrumento se considera legalmente registrado, aunque el trabajo manual de insertarlo en un Libro reservado a tal propósito pueda no haberse llevado a cabo aún.

En el caso de los nombramientos, la ley prescribe que el Secretario de Estado debe proceder a su registro. Una vez firmados y sellados surge tal obligación; y con independencia de que figuren o no en el Libro, se considera que se hallan legalmente registrados. Una copia de este registro se considera equivalente al original y las tasas que debe satisfacer quien desee una copia se hallan determinadas por ley. ¿Puede un funcionario encargado de la custodia del Registro Público borrar un nombramiento que figura registrado? O ¿puede denegar una copia a una persona que se la solicite en los términos legalmente prescritos?

Una copia con estas características, igual que el original, autoriza al juez de paz a proceder al desempeño de su obligación, porque atestiguaría su designación, del mismo modo que lo hace un original. Si la transmisión de un nombramiento no se considera necesaria para otorgar validez a una designación, todavía menos lo es su aceptación. La designación es un acto exclusivo del Presidente; la aceptación es un acto exclusivo del empleado, y es, en buen sentido común, posterior a la designación. Como puede dimitir, igualmente puede rehusar aceptar el cargo, pero ni uno ni otro acto pueden privar de existencia a la designación. Que este es el parecer del Gobierno se desprende del tenor de su conducta. Un nombramiento determina la fecha, y el salario del empleado comienza desde su designación, no desde el envío o la aceptación del nombramiento. Cuando una persona designada para un cargo, rehúsa aceptarlo, se nombra al sucesor en lugar de quien ha declinado aceptar, y no en lugar de la persona que ha ocupado previamente el cargo y que ha generado la vacancia original. De esta manera, es opinión decidida del Tribunal que cuando el Presidente ha firmado un nombramiento, debe considerase realizada la designación, y que el nombramiento se completa cuando el Secretario de Estado estampa el sello de los Estados Unidos. Cuando un empleado es removible a voluntad del Ejecutivo, la circunstancia que completa su designación no es relevante, porque el acto es revocable en cualquier momento, y el nombramiento puede ser retenido si todavía se halla en la Oficina. Pero cuando el empleado no es removible a voluntad del Ejecutivo, la designación ni es revocable ni puede anularse. Ha conferido derechos legales que no pueden recuperarse. La discrecionalidad del Ejecutivo se ejerce hasta que la designación se lleva a cabo. Pero una vez realizada la designación, ahí culmina el poder sobre el cargo, siempre que la ley detemine que éste no es removible a voluntad. El derecho al cargo se halla entonces en la persona designada, que tiene el poder absoluto e incondicional de aceptarlo o rechazarlo. Por tanto, el Sr. Marbury fue designado, toda vez que el Presidente firmó su nombramiento y el Secretario de Estado lo selló; y como la ley que crea el cargo dio al empleado el derecho de ejercerlo por cinco años de forma independiente del Ejecutivo, el nombramiento es irrevocable y confiere al funcionario designado derechos legítimos que están protegidos por las leyes de su Estado. La retención de su nombramiento es, por consiguiente, un acto que el Tribunal considera no respaldado por la ley, sino lesivo de legítimos derechos adquiridos. Esto nos conduce a la segunda cuestión: Si el derecho existe y ha sido violado, ¿proveen las leyes del país un remedio a esa violación? La esencia misma de la libertad civil consiste, ciertamente, en el derecho de todo individuo a reclamar la protección de las leyes cuando ha sido objeto de un daño. Uno de los principales deberes de un gobierno es proveer esta protección.

En Gran Bretaña se demanda al mismo Rey mediante la forma de una petición, y éste nunca deja de acceder al juicio de su Corte. En el tercer volumen de los Comentarios, pág. 23, Blackstone contempla dos casos en los que se estatuye un remedio legal. “En todos los supuestos restantes”, dice, “es regla general e indiscutible que donde hay un derecho legal existe también un remedio legal a través de pleito o acción para los supuestos en que se vulnere ese derecho”. Y más adelante, en la pág. 109 del mismo volumen, dice “Considero tales infracciones competencia de los tribunales de common law. Y aquí remarcaré tan solo que todas las violaciones posibles cuyo conocimiento no corresponda a los tribunales eclesiásticos, militares o marítimos, se sustancian, por tal razón, ante los tribunales del common law, puesto que es un principio asentado e invariable en las leyes de Inglaterra que cada derecho debe contar con un remedio para el caso de que sea negado, y que cada infracción debe contar con su propia enmienda”.  El gobierno de los Estados Unidos ha sido enfáticamente llamado un gobierno de leyes y no de hombres. Tal gobierno, ciertamente, dejaría de merecer ese alto calificativo si las leyes no brindaran modos de reparar la violación de un derecho legítimamente adquirido.

Si tal cosa fuera a suceder en la jurisprudencia de nuestro Estado, ello sólo podría deberse a las peculiares características del caso. Nos corresponde, por tanto, preguntamos si existe en este caso algún ingrediente que lo exima de investigaciones o que prive a la parte perjudicada de reparación legal. Al perseguir esta cuestión, la primera pregunta que se presenta es si este puede ser considerado como uno de esos casos que se describen como damnum absque injuria - una pérdida sin injuria. En esta descripción de casos nunca se ha considerado, ni es de esperar que en el futuro se haga, que resulten incluidos los puestos de confianza, de honor o lucrativos.

El cargo de juez de paz del distrito de Columbia es un puesto de tales características; es, de esta manera, digno de atención y tutela de las leyes. Ha recibido esta atención y tutela. Se ha creado por una ley especial del Congreso y se ha garantizado, hasta donde las leyes pueden otorgar seguridad a la persona designada para desempeñar el cargo, la continuidad en el puesto durante cinco años. No se puede considerar, por tanto, de la carencia de valor de la cosa perseguida que las injurias alegadas carezcan de remedio. ¿Se encuentra en la naturaleza de la transacción? ¿Puede considerarse el acto de remitir o retener un nombramiento como meramente político, exclusivo del Departamento ejecutivo, otorgado por nuestra Constitución a su Supremo titular y contra el que no cabe remedio alguno en caso de que su ejercicio incorrecto lesione derechos individuales?

Que puede existir tales supuestos es algo que no se cuestiona, pero lo que no cabe admitir es que deban incluirse en los mismos todos los actos que han de realizar los grandes Departamentos del Gobierno. Conforme a la ley relativa a la invalidez, aprobada en junio de 1794, se obliga al Secretario de Guerra a incluir en la lista de pensiones a todas las personas cuyos nombres se aparecen en una relación previamente confeccionada para el Congreso. Si rehusara a llevarlo a cabo ¿carecería de amparo el veterano herido? ¿Ha de sostenerse que allí donde la ley establece en términos precisos una obligación en términos generadora de interés individual, la misma ley es incapaz de asegurar la obediencia de tal mandato? ¿Es relevante el carácter de la persona contra quien se dirije la queja? ¿Ha de admitirse que los Jefes de Departamentos no están sujetos a las leyes de su Estado? Este principio no puede admitirse jamás como regla general, cualquiera que fuere la práctica en supuestos particulares. Ninguna ley del Legislativo confiere tan extraordinario privilegio, ni tampoco contiene un principio semejante la doctrina del common law. Después de afirmar que resulta imposible la injuria particular del Rey a un individuo, Blackstone, vol. III, pág. 255, dice “pero la Corona puede difícilmente cometer infracciones de derechos de propiedad sin la intervención de sus empleados, para quienes la ley, en manteria de derecho, no alberga ningún tipo de respeto o delicadeza, antes bien, prové varios métodos para detectar los errores y mala conducta de los agentes que han engañado e inducido al Rey a cometer
temporalmente una injusticia”.

Conforme a la ley aprobada en 1796 que autoriza la venta de tierras más allá de la desembocadura del río Kentucky, el comprador, una vez pagado el precio de compraventa, se convierte en el pleno propietario del terreno objeto de transacción; y una vez presentado al Secretario de Estado el recibo del Tesorero sobre un certificado que la ley exije, el Presidente de los Estados Unidos queda autorizado a otorgar una patente. Más adelante se establece que el Secretario de Estado deber refrendar la patente y registrarla en su Oficina. Si el Secretario de Estado decidiera retener la patente, o habiéndose perdido ésta rehusase extender una copia, ¿puede imaginarse que la ley no brinde al afectado un remedio? No es concebible que haya quien tal cosa pueda sostener. De aquí se sigue, pues, que la cuestión de si un Tribunal puede o no examinar la legalidad de un acto de un Jefe de Departamento depende siempre de la naturaleza de tal acto. Si algunos actos son revisables y otros no, debe existir alguna regla legal que guíe al Tribunal en el ejercicio de su jurisdicción.

En algunas instancias puede haber dificultad para aplicar la regla a casos particulares, pero sin duda alguna es mucha mayor la dificultad de formular (lay down) la regla.  Por la Constitución de los Estados Unidos, el Presidente está investido de algunos importantes poderes políticos cuyo ejercicio se confía a su discrecionalidad, y por el cual es sólo responsable ante su pueblo, desde el punto de vista político, y ante su propia conciencia. Para colaborar con él en el cumplimiento de sus funciones, puede designar funcionarios que actúen bajo su autoridad y de conformidad con sus órdenes. En estos casos, los actos de los empleados son 1os actos del Presidente, y sea cual fuere la opinión que pueda merecer el modo en que el Ejecutivo utiliza sus poderes discrecionales, no existe ni puede existir poder alguno que controle tal discrecionalidad. Las materias son políticas. Atañen a la Nación, no a derechos individuales, y puesto que se confían al Ejecutivo, su decisión es conclusiva. La aplicabilidad de esta observación se pone de manifiesto en la ley del Congreso creando el Departamento de Asuntos Extranjeros. Este empleado, cuyas funciones se hallan prescritas en la mencionada ley, ha de actuar conforme la voluntad del Presidente. Es meramente el órgano a través del cual se trasmite su voluntad. Los actos de ese funcionario, en su calidad de tal, no pueden ser nunca examinados por los tribunales.

Pero cuando el Legislativo impone a ese empleado otras obligaciones; cuando se le encomienda llevar a cabo ciertos actos; cuando los derechos de los individuos dependen del cumplimiento de tales actos, ese funcionario deja de ser funcionario del Presidente para convertirse en funcionario de la ley; es responsable ante las leyes por su conducta y no puede desconocer a su discreción los derechos adquiridos de otros. La conclusión de este razonamiento es que cuando los titulares de los Departamentos actúan como agentes políticos o confidenciales del Ejecutivo y no hacen más que poner en práctica la voluntad del presidente o, más bien, en aquellos casos en que éste posee poderes discrecionales legal o constitucionalmente conferidos, nada puede resultar más claro que el control de tales actos sólo puede ser político. Pero cuando se les asigna por ley una obligación determinada de cuyo cumplimiento depende la vigencia de derechos individuales, parece igualmente claro que todo aquel que se considere perjudicado por el incumplimiento de tal clase de obligaciones tiene derecho a recurrir a las leyes de su Estado para obtener una reparación. Si ésta es la regla, veamos cómo se aplica al caso que se ha sometido a este Tribunal.

El poder de nominación del Senado, y el poder de designar a la persona nominada, son poderes políticos que ejerce discrecionalmente. Cuando ha efectuado una designación ha ejercido todo su poder y la su discrecionalidad se ha aplicado al caso. Si, conforme a la ley, el funcionario fuese removible a voluntad del Presidente, podría tener lugar de forma inmediata una nueva designación, y ahí terminarían los derechos del empleado. Pero, toda vez que un hecho consumado no puede eliminarse, la designación no puede aniquilarse; y, en consecuencia, si el funcionario no es legalmente removible a voluntad del Presidente, los derechos que ha adquirido se hallan amparados por la ley y el Presidente no puede reasumirlos. La autoridad ejecutiva no puede extinguirlos y el titular tiene el privilegio de hacerlos valer como si derivasen de cualquier otro origen.

La cuestión de si existe o no un derecho adquirido es, por su naturaleza, judicial y debe probarse ante la autoridad judicial. Si, por ejemplo, el Sr. Marbury ha jurado su cargo como magistrado, procediendo a actuar como tal, y se entabla un pleito contra él en el cual es determinante su calidad o no de magistrado, la validez de la designación la debe determinar la autoridad judicial. De esta manera, si considera que en virtud de su designación es titular de un derecho legal ya sea al nombramiento expedido en su favor, ya sea a una copia del mismo, tal cuestión debe recaer en un Tribunal, y su decisión dependerá de la opinión que sostenga sobre la designación. La cuestión ya se ha discutido, y la opinión es que el último término a partir del cual puede considerarse que la designación es completa y probada, es la fijación del sello de los Estados Unidos una vez firmado por el Presidente el nombramiento. Por todo ello, es opinión de este Tribunal que, al firmar el Presidente de los Estados Unidos el nombramiento del Sr. Marbury, lo designó como juez de paz del Estado de Washington, en el distrito de Columbia; y que la presencia del sello de los Estados Unidos, fijada por el Secretario de Estado, es prueba concluyente de la autenticidad de la firma y de la plenitud de la designación; y que tal designación le confiere, por tanto, un derecho legal al cargo por el espacio de cinco años. Que, puesto que es titular legal de tal cargo, tiene, en consecuencia, derecho al nombramiento; la negativa a su entrega constituye una violación manifiesta de tal derecho, para la cual las leyes de este Estado prevén remedio.

Resta considerar si le corresponde el remedio que solicita. Ello depende de:

1.- La naturaleza de la medida que solicita y,
2.- El poder de esta Corte.

Naturaleza de la medida.

Blackstone, en el tercer volúmen de sus Comentarios, pág. 110, define un mandamiento como “un nombramiento expedido en nombre del Rey por la Corte del Monarca, y dirigida a cualquier persona, corporación o tribunal inferior de la judicatura dentro de los dominios reales, y por el cual se les solicita realizar alguna cosa en particular que corresponda a su cargo y función, y que ha sido previamente determinada por la Corte del Rey, o que, al menos, supone que está en consonancia con el derecho y la justicia”.

Lord Mansfield, en 3 Burrows, 1266, en el caso del Rey v. Baker y otros Estados, explica con gran precisión y acierto los casos en los que puede hacerse uso de este mandamiento.

Dice el sabio juez: “Siempre que exista un derecho a ejecutar un cargo, realizar un servicio, o ejercer una franquicia (especialmente si se trata de un asunto público o lucrativo), y una persona se ve privada de posesión, o desposeída de tal derecho y carece de otro remedio legal, en este caso, el tribunal debe proceder al mandamiento, por razones de justicia, de principio (policy) público, a fin de preservar la paz, orden y buen gobierno”. En el mismo caso, dice: “este mandamiento debe usarse en todas aquellas ocasiones en que la ley no prevé otro remedio específico, a pesar de que por razón de justicia y buen gobierno, éste debiera existir”.
Este Tribunal confió en otras citas que apoyaban a las autoridades mencionadas y que demostraban hasta qué punto la práctica ha confirmado estas doctrinas.

Si se concediera la medida solicitada, debería dirigirse a un funcionario del Gobierno, y el contenido de la misma consistiría, usando las palabras de Blackstone, “realizar alguna cosa en particular que corresponda a su cargo y función, y que la Corte del Rey ha determinado previamente o que, al menos, supone que está en consonancia con el derecho y la justicia”. O bien, en las palabras de Lord Mansfield, el solicitante, en este caso, tiene “un derecho a ejecutar un cargo de interés público, y es privado de la posesión de ese derecho”. Estas circunstancias ciertamente se dan en este caso. Pero para que el mandamiento sea un remedio adecuado, debe dirigirse al funcionario adecuado, conforme a los principios legales, y quien lo solicite debe carecer de otros remedios legales específicos. Respecto del funcionario al cual se dirigiría la medida, la íntima relación política que existe entre el presidente de los Estados Unidos y los titulares de los ministerios hace particularmente fastidiosa y delicada cualquier investigación legal de sus actos, y suscita dudas respecto de la posibilidad de llevar a cabo tales investigaciones. Es común que la gente en general no reflexione ni examine a fondo las impresiones que recibe y, desde tal punto de vista, no sería conveniente que en un caso como éste se interprete la atención judicial de la reclamación de un particular como una forma de intromisión en el Gabinete y en la esfera de prerrogativas exclusivas del Poder Ejecutivo. No es necesario que el Tribunal renuncie a toda su jurisdicción sobre tales asuntos. Nadie sostendría tan absurda y excesiva extravagancia ni por un momento. La competencia del Tribunal consiste, únicamente, en decidir acerca de los derechos de los individuos y no en controlar cómo desarrolla el Ejecutivo, o los funcionaios ejecutivos, sus poderes discrecionales. Los asuntos, que por su naturaleza política o por disposición constitucional o legal, están reservados a la decisión del Ejecutivo no pueden ser sometidos a la opinión del Tribunal. Pero si no se tratara de un asunto de tal naturaleza; si, lejos de constituir una intrusión en los asuntos propios del gabinete, se refiriese exclusivamente a un papel que, de acuerdo con la ley, se halla registrado y del que se puede obtener legalmente una copia sólo a condición del pago de 10 centavos; si ello no supusiese intromisión alguna en materias sobre las cuales se considera al Ejecutivo como no sujeto a control alguno; ¿qué habría en la alta condición del funcionario que
impidiera a un ciudadano reclamar sus derechos ante un tribunal de justicia, o que prohibiera a éste atender el reclamo, o expedir una orden mandando el cumplimiento de una obligación no dependiente de los poderes discrecionales del Ejecutivo, sino de actos particulares del Congreso y de los principios generales del derecho?

Si uno de los titulares de los departamentos de Estado comete un acto ilegal amparándose en su cargo, dando lugar a una reclamación de un ciudadano afectado, no puede sostenerse que su cargo, por sí solo, lo exima de ser juzgado por el procedimiento ordinario y a ser compelido a obedecer el juicio de la ley.

¿Cómo podría entonces su cargo exceptuarlo de la aplicación de este modo particular de decidir acerca de la legalidad de su conducta si el caso no reviste diferencia alguna con cualquier otro en el cual un individuo común sería procesado?

No es por el cargo que tenga la persona sino la naturaleza de aquello que se le ordene la que determina la pertinencia o no del mandato. Cuando el titular de un Departamento actúa en un caso en que se ejercen los poderes discrecionales del Ejecutivo y donde el funcionario actúa como mero órgano de la voluntad del Ejecutivo, el Tribunal rechazaría sin la menor duda toda solicitud de control al respecto.

Pero cuando la ley ordena llevar a cabo un acto que afecta derechos absolutos de los individuos y en el cual no se halla sujeto a las órdenes particulares del Presidente, de manera que éste no puede prohibir tal acto, ni puede presumirse que lo haya hecho, como por ejemplo registrar un nombramiento o un título de propiedad que ha cumplido todas las fomalidades exigidas por la ley, o entregar una copia de tales registros; en esos casos, no se advierte sobre qué bases los tribunales de la nación podrán estar menos obligados a dictar sentencia que si se tratara de funciones atribuidas a otro individuo que no fuese titular de un Departamento.

Esta no es la primera vez que se adopta tal opinión. Debe recordarse que en 1792 se aprobó una ley que obligaba al Secretario de Guerra incluir en la lista de pensiones a aquellos oficiales y soldados inválidos que le comunicasen los tribunales de distrito. Esta ley, así como la obligación impuesta a los tribunales, se consideraba inconstitucional, pero algunos jueces, considerando que podían ejecutar la ley en calidad de comisionados, actuaron conforme a la misma. Esta ley considerada inconstitucional por los distritos fue revocada, instaurándose un sistema distinto, pero la cuestión de si aquellas personas que los jueces habían inscrito en una relación tenían derecho a que se les incluyese en la lista de pensiones, era una cuestión legal determinable por los tribunales, aún cuando el acto de incluir a tales personas en las listas lo llevaba a cabo el jefe del Departamento. Para resolver esta cuestión, el Congreso aprobó en febrero de 1793 una ley por la que se obligaba al Secretario de Guerra, de consuno con el Ministro de Justicia (attorney general), tomar las medidas que fueran precisas para obtener una adjudicación por parte del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de la validez de tales derechos, reclamados conforme a la ley arriba mencionada. Después de aprobarse esta ley, se solicitó un mandamiento para que el Secretario de Guerra incluyese en la lista de pensiones a una persona que se hallaba en la relación elaborada por los jueces. Hay buenas razones para creer que el titular del Departamento y el más alto funcionario de los Estados Unidos consideraban esta forma de hacer valer el derecho legal del demandante como la más adecuada para el propósito perseguido.

Cuando compareció el sujeto ante el Tribunal, se tomó la decisión de que no se dirigiría un mandamiento al titular del Departamento, obligándole a realizar un acto recogido en la ley del que se derivaba un interés individual, sino que el mandamiento no debía emitirse en ese caso: decisión oportuna si la relación llevada a cabo por los comisionados no confería al querellante ningún derecho legal. En ese caso, la sentencia decidió los méritos de todas las demandas, y las personas incluidas en la relación de los comisionados a fin de lograr su inclusión en la lista de pensiones, consideraron necesario impugnar el procedimiento prescrito en la ley posterior a aquella que se había considerado inconstitucional. La doctrina que aquí se avanza no es, por tanto, novedosa. Es cierto que el mandamiento que ahora se solicita no tiene por objeto la ejecución de un acto expresamente recogido en una ley. Se trata de entregar un nombramiento, sobre lo cual las leyes del Congreso guardan silencio. Esta diferencia no afecta al caso. Ya se ha puesto de manifiesto que el demandante sobre ese nombramiento un derecho legal que el Ejecutivo no puede arrebatar. Ha sido designado para un cargo no removible a voluntad del Ejecutivo, y conforme a ello, tiene derecho al nombramiento que el Secretario de Estado ha recibido del Presidente. La ley del Congreso no obliga al Secretario de Estado a enviárselo, pero se halla en sus manos para la persona titular del cargo; y no puede retenerlo más legalmente de lo que podría hacerlo cualquier otra persona. Al comienzo se dudaba si la acción de detinue podía no ser un remedio legal oportuno para el nombramiento del Sr. Marbury que se halla retenido, en cuyo caso no habría lugar a un mandamiento. Pero esta duda ha cedido a la consideración de que la sentencia en ejercicio de una acción de detinue se refiere a la cosa en sí misma o a su valor. El valor de un cargo público no puede estimarse, y el demandante tiene derecho al cargo en sí o a ninguna otra cosa. Obtendrá el cargo obteniendo el nombramiento o una copia del Registro. Éste, por tanto, es un claro caso en el que corresponde emitir un mandamiento, sea de entrega de la designación o de una copia de la misma extraída del registro, quedando entonces, por resolver, una sola cuestión:

Si puede el Tribunal emitir ese mandamiento.
La ley que establece los tribunales de justicia de los Estados Unidos autoriza al Tribunal Supremo a expedir mandamientos en los casos comprendidos en los principios y costumbres del Derecho a cualquier tribunal o persona que ocupen un cargo bajo la autoridad de los Estados Unidos.

Siendo el secretario de Estado un funcionario bajo la autoridad del gobierno de los Estados Unidos, se encuentra precisamente comprendido en las previsiones de la ley citada; y si esta Corte no está autorizada a emitir una orden de ejecución a tal funcionario, sólo puede ser porque la ley es inconstitucional y, por ende, absolutamente incapaz de conferir la autoridad y de asignar las obligaciones que sus palabras parecen conferir y asignar. La Constitución deposita la totalidad del Poder Judicial de los Estados Unidos en un Tribunal Supremo y en tantos tribunales inferiores como el Congreso establezca en el transcurso del tiempo. Este poder se extiende expresamente al conocimiento de todas las causas que surjan bajo las leyes de los Estados Unidos y, consecuentemente, puede extenderse al presente caso ya que el derecho invocado deriva de una ley de los Estados Unidos.

Al distribuir este poder la Constitución dice: “El Tribunal Supremo ejercerá jurisdicción originaria en todos los casos concernientes a embajadores, otros ministros públicos y cónsules, y en los que algún Estado fuese parte. En todos los demás casos, el Tribunal Supremo ejercerá jurisdicción de apelación”. Se ha sostenido ante el Tribunal que, como el otorgamiento constitucional de jurisdicción al Tribunal Supremo y a los tribunales ordinarios es general, y la cláusula que asigna jurisdicción originaria al Tribunal Supremo no contiene expresiones negativas o restrictivas, el poder legislativo mantiene la facultad de atribuir competencia originaria a el Tribunal en otros casos que los previamente indicados, tomando en cuenta que tales casos pertenecen al Poder Judicial de los Estados Unidos.

Si se hubiera querido dejar a la discrecionalidad del Poder Legislativo la posibilidad de distribuir el Poder Judicial entre el Tribunal Supremo y los tribunales inferiores, habría sido ciertamente inútil hacer otra cosa que definir el Poder Judicial y los tribunales a los que corresponde ejercerlo. Si ésta es la interpretación correcta, el resto de la norma constitucional es superflua, carece de sentido. Si el Congreso tiene la libertad de asignar a esta Corte competencia por apelación en los casos en los que la Constitución le asigna competencia originaria y fijarle competencia originaria en los casos en que le corresponde ejercerla por apelación, la distribución hecha en la Constitución es forma carente de contenido. Las palabras afirmativas son, a menudo en su operatividad, negatorias de otros objetos que aquéllos que afirman, y en este caso debe asignárselas ese sentido so pena de privarlas totalmente de sentido. No puede presumirse que cláusula alguna de la Constitución esté pensada para no tener efecto, y, por tanto, la interpretación contraria es inadmisible salvo que el texto expreso de la Constitución así lo manifieste. Si la preocupación de la convención respecto a nuestra paz con potencias extranjeras conllevase una provisión de que el Tribunal Supremo debía tener jurisdicción originaria en los casos en los que pudieran verse afectadas, todavía esta cláusula proveería tan solo tales casos si no se hubiese pretendido llevar a cabo mayores restricciones al poder del Congreso. Que poseyera jurisdicción en grado de apelación en todos los casos restantes, con las excepciones que pudiera expresar el Congreso, no sería una auténtica restricción, a menos que se entienda que excluye la jurisdicción originaria. Cuando un instrumento legal organiza las bases fundamentales de un sistema judicial dividiéndolo en un Tribunal Supremo y en tantas inferiores como el Congreso decida, enumerando sus poderes y distribuyéndolos, así como delimitando los casos en los que el Tribunal Supremo ejercerá jurisdicción originaria y aquellos en que la ejercerá por vía de apelación, el sentido evidente de las palabras parece ser que en una clase de casos la competencia será originaria y no en los demás. Si cualquier otra interpretación convirtiera en inoperante dicha
cláusula, tendríamos allí una razón adicional para rechazarla y para aprehender el sentido obvio de las palabras.

Luego, para que este Tribunal pueda emitir un mandamiento debe demostrarse que se trata de un caso de competencia por apelación, o que es necesario capacitarlo para ejercer jurisdicción por vía de apelación.

Se ha dicho en el Tribunal que la jurisdicción por apelación puede ejercerse de diversos modos y que, puesto que la voluntad del Legislativo es que un mandamiento pueda emitirse en tal supuesto, debe obedecerse dicha voluntad. Esto es cierto, pero la jurisdicción debe ser apelada y no originaria. Es el criterio esencial de la jurisdicción por apelación, el que revisa y corrige procedimientos en causas ya fenecidas, y no crea ella misma el caso. Por ello, aunque es posible emitir un mandamiento a los tribunales inferiores, hacerlo respecto de un funcionario para que entregue un documento es lo mismo que intentar una acción originaria para la obtención de dicho documento y, por ello, no parece pertenecer a la jurisdicción apelada sino a la originaria. Tampoco es necesario, en este caso, capacitar a el Tribunal para que ejerza su competencia por vía de apelación.

Por tanto, la autoridad otorgada a el Tribunal Suprema por la ley de organización judicial de los Estados Unidos para dictar mandatos a funcionarios públicos, no parece hallarse respaldada en la Constitución, y se hace necesario preguntarse si puede ejercerse una competencia así conferida. La pregunta acerca de si una ley contraria a la Constitución puede convertirse en ley vigente del país es de gran interés para los Estados Unidos, pero felízmente, su interés no es proporcional a su complejidad. Para decidir esta cuestión parece necesario tan sólo reconocer ciertos principios que se suponen establecidos como resultado de una prolongada y serena elaboración.

La base sobre la que se erige la totalidad del edificio americano se encuentra en la idea de que el pueblo tiene un derecho originario de establecer para su gobierno futuro los principios que juzgue más adecuados a su propia felicidad. El ejercicio de ese derecho originario supone un gran esfuerzo, que no puede ni debe repetirse con frecuencia. Los principios así establecidos se consideran fundamentales. Y, puesto que la autoridad de la que proceden es suprema, y sólo ocasionalmente se manifesta, están destinados a ser permanentes. Esta voluntad originaria y suprema organiza el gobierno y asigna a los diversos poderes sus funciones específicas. Puede detenerse aquí, o bien fijar, además, límites que tales poderes no podrán transgredir. El gobierno de los Estados Unidos es de esta última clase. Los poderes del Legislativo están definidos y limitados; y para que estos límites no se confundan u olviden, la Constitución es escrita. ¿Con qué objeto se limitan los poderes y a qué fin se establecen tales limitaciones por escrito si aquellos a quienes se refieren pueden obviarlas en cualquier momento? Si tales límites no restringen a aquéllos a quienes afectan y no hay diferencia entre actos prohibidos y actos permitidos, la distinción entre gobierno limitado y gobierno ilimitado queda abolida. Está fuera de discusión que o bien la Constitución controla cualquier ley contraria a ella, o bien el Legislativo puede alterar la Constitución a través de una ley ordinaria. Entre tales alternativas no hay término medio posible. O la Constitución es una ley superior y suprema, inalterable por medios ordinarios; o se encuentra al mismo nivel que las leyes y, como cualquier de ellas, puede reformarse o dejarse sin efecto siempre que al Legislativo le plazca. Si es cierta la primera alternativa, entonces una ley contraria a la Constitución no es ley; si en cambio es verdadera la segunda, entonces las Constituciones escritas son absurdos intentos del pueblo para limitar un poder ilimitable por naturaleza. Ciertamente, todos aquellos que han elaborado constituciones escritas las consideran la ley fundamental y suprema de la nación y, consecuentemente, la teoría de cualquier gobierno de ese tipo debe ser que una ley repugnante a la Constitución es nula. Esta teoría está íntimamente ligada al tipo de Constitución escrita y el Tribunal debe considerarla, por ello, como uno de los principios básicos de nuestra sociedad. Por ello esta circunstancia no debe perderse de vista en el tratamiento ulterior de esta materia. Si una ley contraria a la Constitución es nula, ¿obliga a los tribunales a aplicarla no obstante su invalidez? O, en otras palabras, no siendo ley, ¿constituye una norma operativa como lo sería una ley válida? Ello anularía en la práctica lo que se estableció en la teoría y constituiría, a primera vista, un absurdo demasiado grande para insistir en él. Sin embargo, la cuestión merece recibir un atento tratamiento.

Sin lugar a dudas, la competencia y la obligación del Poder Judicial es decidir qué es ley. Los que aplican las normas a casos particulares deben, necesariamente, exponer e interpretar esa norma. Si dos leyes entran en conflicto entre sí el tribunal debe decidir acerca de la operatividad de cada una. Del mismo modo, cuando una ley está en conflicto con la Constitución y ambas son aplicables al mismo caso, de modo que el Tribunal debe decidirlo ya conforme a la ley, desechando la Constitución, ya conforme a la Constitución desechando la ley, el Tribunal debe determinar cuál de las normas en conflicto es aplicable al caso. Esto constituye la esencia misma del deber de administrar justicia.

Luego, si los tribunales deben tener en cuenta la Constitución y ésta es superior a cualquier ley ordinaria, es la Constitución y no la ley la que debe regir el caso al que ambas normas son aplicables. Quienes niegan el principio de que el Tribunal debe considerar la Constitución como la ley suprema, se ven reducidos a la necesidad de sostener que los tribunales deben cerrar los ojos a la Constitución y mirar sólo a la ley.

Esta doctrina subvertiría los fundamentos mismos de toda Constitución escrita. Equivaldría a declarar que una ley totalmente nula conforme a los principios y teorías de nuestro gobierno es, en la práctica, completamente obligatoria. Significaría sostener que si el Legislativo actúa de un modo que le está expresamente prohibido, la ley así sancionada sería, no obstante tal prohibición, eficaz. Estaría confiriendo práctica y realmente al Legislativo una omnipotencia total con el mismo aliento con el que restringe sus poderes dentro de estrechos límites. Equivaldría a establecer al mismo tiempo los límites y el poder de transgredirlos a discreción.
El ver que con tal principio se reduce a la nada lo que hemos considerado el más grande de los logros en materia de instituciones políticas -una constitución escrita - es de por sí suficiente para rechazar la tesis en América, donde las constituciones escritas han sido vistas con tanta reverencias. Pero las manifestaciones particulares que contiene la Constitución de los Estados Unidos aportan argumentos adicionales en favor de tal rechazo. El Poder Judicial de los Estados Unidos entiende en todos los casos que surjan al amparo de la Constitución. ¿Pudo, acaso, haber sido la intención de quienes concedieron este poder, expresar que al hacer uso del mismo no debía examinarse la Constitución? ¿Que un caso regido por la Constitución debiera decidirse sin examinar el instrumento que lo rige? Esto es demasiado extravagante para que pueda sostenerse. En ciertos casos, los jueces han de examinar la Constitución. Y si de este modo los jueces pueden abrir y examinar la totalidad de la Constitución ¿qué parte de ella les está prohibido leer u obedecer? Hay muchas otras partes de la Constitución que ilustran esta materia. Dice la Constitución que “ningún impuesto o carga se impondrá sobre artículos exportados desde cualquiera de los estados”. Supongamos una carga impuesta sobre la exportación de algodón, o tabaco o harina, y supongamos que se promueve una acción judicial destinada a exigir la devolución de lo pagado en virtud de dicha carga. ¿Debe tener lugar un pronunciamiento judicial en tal caso? ¿Deben los jueces cerrar los ojos a la Constitución y ver sólo la ley? La Constitución prescribe que: “No se dictará ningún bill of attainder ni leyes retroactivas”. Si, no obstante, se sancionan tales leyes y en su virtud se procesa a una persona ¿debe el Tribunal condenar a muerte a esas víctimas a quienes la Constitución manda proteger?

Dice la Constitución ”Ninguna persona será procesada por traición salvo mediante el testimonio de dos testigos sobre el mismo acto o mediante su confesión pública ante un tribunal de justicia”.

En este caso, el lenguaje de la Constitución se dirige especialmente a los Tribunales. Les prescribe directamente una regla de prueba de la que no pueden apartarse. Si el Legislativo modificara esa norma y permitiera la declaración de un solo testigo o la confesión fuera de un tribunal de justicia como requisitos suficientes de prueba, ¿debería la norma constitucional ceder frente a esa ley? Mediante estos y muchos otros artículos que podrían seleccionarse es claro que los constituyentes elaboraron ese instrumento como una regla obligatoria tanto para los tribunales como para el Legislativo. ¿Por qué motivo, si no, prescribe a los jueces jurar su cumplimiento? Este juramento apela, ciertamente, a su conducta en el desempeño de su cargo público.

¡Qué inmoralidad sería imponérselos, si los jueces se usasen como instrumentos -y como instrumentos conscientes- de la violación de lo que juran respetar! El juramento del cargo impuesto por el Legislador, es también completamente ilustrativo de la opinión legislativa sobre esta cuestión. Este juramento dice: “Juro solemnemente que administraré justicia sin importar las personas, igual al pobre que al rico; y que desempeñaré leal e imparcialmente todas las obligaciones atinentes a mi cargo con mis mejores capacidades y comprensión, conforme con la Constitución y las leyes de los Estados Unidos”. ¿Por qué motivo jura un juez desempeñar sus deberes de acuerdo con la Constitución de los Estados Unidos si esa Constitución no fuera una norma obligatoria para su gobiemo; si estuviere cerrada sobre él y no pudiera ser inspeccionada por él? Si fuera ese el estado real de las cosas, constituye algo peor que una solemne burla. Además de ello, prescribir e imponer este juramento sería una hipocresía. No es tampoco inútil observar que, al declarar cuál será la ley suprema del país, se menciona a la Constitución en sí misma en primer lugar; y no todas las leyes de los Estados Unidos tienen esta cualidad, sino sólo aquellas que se hagan de conformidad con la Constitución. De tal modo, la terminología particular de la Constitución de los Estados Unidos confirma y enfatiza el principio, que se supone esencial para toda constitución escrita, de que la ley contraria a la Constitución es nula, y que los tribunales, así como los demás poderes, están obligados por ese instrumento.

Por ello, se rechaza la petición de demandante. Cúmplase.